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OPINIÓN

Rendirle culto a la muerte en tiempos de COVID-19: México

Rosario Castellanos decía “Heme aquí, ya al final, y todavía no sé qué cara ponerle a la muerte”.

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¿Qué cara se le pone a la muerte cuando llega? En el país donde la presencia de la muerte está en las desapariciones forzadas, los levantones, la brutalidad policiaca, en los “daños colaterales” de la narcoguerra, entre los feminicidios o en tiempos de pandemia, de una cuestión médica disfrazada por las instituciones de salud pública de cualquier cosa, menos de COVID-19.

El mexicano normaliza la muerte -natural o provocada- la celebra, la ofrenda, convive y genera una relación identitaria con ella, incluso es símbolo y estandarte de luchas sociales.

La cultura mexicana con la muerte es un rito con la gastronomía, la vestimenta, los olores y colores, lo es con la música y con la identidad. Es la despedida final, corporal -sea sepultura o inhumación- donde la importancia radica en mantener en nuestras memorias al difunto.

En este rito con la muerte, el eslabón último (cómo lo ha sido siempre) el olvidado, el aislado, incluso discriminado, es el sepulturero y el cremador. Un oficio que poca relevancia se le atribuye, pero su participación es vital en la consumación de la tradición mexicana.

El sepulturero o el cremador, es el trabajador que proviene del estrato socioeconómico bajo del país, son también padres de familia, proveedores del pan de cada día en las mesas de sus hogares, y que a partir del incremento de muertes por coronavirus, entre la tierra, el polvo, el calor asfixiante que se encierra en sus trajes para prevenir contagios, en medio del fuego que producen los hornos y alrededor de decenas de cuerpos en espera, arriesgan su salud y su vida, por cumplir con el deseo último de sus familias.

Un sepulturero, inhuma de 3 a 8 cuerpos diarios, hoy son hasta 14 cuerpos y un cremador incinera de 2 a 6 cuerpos al día, ahora son hasta 12 en una misma jornada. Al menos la mitad de estos son por COVID-19.

La Asociación Nacional de Directores Funerarios (ANDF) estimó un incremento en la demanda de sus servicios,  de entre el 50% y 70%, dependiendo de la región. Así mismo, con base al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), existen 5,924 unidades dedicadas al servicio funerario, pero no todas cuentan con crematorios, de hecho, solo existen 500 en el país de los cuales 40 están en la CDMX, esos 40 presentan saturación de hasta 72 horas en lista de espera.

Este hecho pone en duda la veracidad y rigurosidad de las cifras presentadas por el Subsecretario de Salud el Dr. Hugo López Gatell, quien fuese contrariado el pasado 8 de mayo por Azam Ahmed, corresponsal The New York Times, por la falsedad de sus datos en cuanto al número de muertes en la capital del país.

Pero este no es el único problema, en medio de una crisis económica y laboral, se han disparado los precios de servicios funerarios, que rondan desde los 12 mil hasta los 20 mil pesos.

El Gobierno Federal ha sido claro, “no se celebrarán funerales, no se practicarán necropsias, no se tocarán los cuerpos”, incluso hasta el 14 de abril, recomendaban por medio de “La Guía de Manejo para Cadáveres por COVID-19”, incinerar los cuerpos, violentando la libertad de culto y religión, así como la “Ley de Víctimas” que impide la cremación de los cuerpos, para permitir la búsqueda de desaparecidos.

No hay despedidas, no se da un último adiós, no hay mariachis, tríos o norteños, no hay rito -acostumbrado- a la muerte. Cómo llega el cuerpo, se incinera o sepulta. Pero Eurípides decía: “A los muertos no les importa cómo son sus funerales. Las exequias suntuosas sirven para satisfacer las necesidades de los vivos”.

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